Josefina en Cuarentena
Resumen de la columna anterior:
“Josefina se casó con Luis, quien representaba paz. Tuvo una vida plena y tranquila sin sobresaltos, hasta que la muerte -como siempre- llegó sin avisar”
¿Que si todo fue perfecto? Jamás. Nunca.
Luis era como un perro San Bernardo o un Gran Danés. Imponente pero sereno y noble. Yo fui como una gata sin amo. Dulce cuando convenía y salvaje cuando quería.
Para muchos, éramos el balance perfecto; pues aportábamos nuestras cualidades y fortalezas, conforme se presentaban las situaciones. Lo malo de eso, es que en el día a día, esas diferencias afloraban con facilidad.
Si yo reía muy fuerte (como suelo reír), a él parecía que le explotaba el tímpano. Mientras yo, cuando tenia una urgencia, verlo moverse con esa calma y despreocupación, me alteraba los nervios.
Nos complementábamos, pero también teníamos periodos de distanciamiento; donde ambos disfrutábamos más sin la compañía del otro. Ahora, en este momento de mi vida me cuestiono, por qué duramos tanto. ¿Por qué nunca pensamos en separarnos para ser más felices?. No sé si fue por los hijos o por la falta de una buena razón, más visible o palpable. Creo que ambos, interpretamos la paz que nos regalaba una relación sin problemas mayores, como felicidad o amor verdadero.
La realidad es que la mañana del 13 de octubre que Luis no despertó, independientemente de lo que fuimos, el mundo que conocía se derrumbó en un segundo. Duré días en un estado de shock. Mi compañero, mi apoyo, mi soporte, mi bastón. El que todo lo resolvía en la casa. Se fue.
Los meses siguientes fueron de aprendizaje en la dolorosa escuela de mi nueva realidad. Aprender a hacer los pagos de los servicios. Aprender a escuchar el silencio y no morir en el dolor de la soledad. Aprender a no buscar sus brazos entre las sábanas. Aprender a no decir su nombre cuando no podía abrir un frasco o necesitaba cambiar una bombilla. Pero lo logré. Sobreviví. Avancé.