Hace años me mudé a Winsconsin con mi hija. Aproximadamente 6 meses después de la muerte de Roberto. De mucho sirvió para la tristeza alejarme de la casa que compartimos por más de 40 años y de todo lo que me recordaba cuán feliz fui a su lado.

Me dediqué a mis nietos. A buscarlos a la escuela que queda a solo dos esquinas de la casa, a cocinarles arroz con dulce algunas tardes y sorullitos algunas noches. Aprendí a camuflar el dolor, con las capas de un presente nuevo. Aprendí incluso, a defenderme del frío que tanto dolor le ocasiona a mis rodillas. 

Así los días. Así los años. 

Cuando mi hijo Andrés me llamó para ofrecerme pasar las Navidades en Puerto Rico sentí un brinco en el corazón. Regresar a mi islita y en la mejor época. Le dije que sí. ¡Total! En 6 años no se supera la pérdida del amor de tu vida, pero creo que tampoco en 20. Se aprende a mirar atrás sin llorar todos los días. El corazón aprende a añorar con agradecimientos los buenos momentos.

Llegué a Puerto Rico y ya estoy metida en el amigo secreto de las muchachas de la iglesia. Ya tomé coquito de pistacho y de nutella. Ya estoy invitada a no sé cuantas parrandas y fiestas. Ya probé pasteles de masa y de yuca. Ya estoy lista para quedarme. 

Esa es la gran noticia. Mi hija me espera el 14 de enero; pero me estoy preparando para anunciarle mi permanencia en Puerto Rico. De repente siento la urgencia de continuar donde me quedé. Aquí quiero morir y ser enterrada junto a mi esposo. Aquí quiero retomar la felicidad de una vida, arrancada de repente con una muerte. Aquí quiero mirar mis heridas, abrazarlas, aceptarlas y decirle:

“Un año nuevo se aproxima. Es momento de continuar”