Mi abuelo fue la figura que yo reconocí  como paterna. Nos llevaba los Domingos a la iglesia, me daba algo de dinero cada quincena y fruncía el ceño si el ruedo de mi falda estaba un chin más corto que el de una monja en un convento. 

Cierto día caminaba yo de su mano, rumbo a la tienda a comprar unos mandados, cuando desde el interior de una funeraria escuchamos que una mujer llorando lo llamaba: “Ay Toño, Ay Toño”

Mi abuelo era un viejo cascarrabias pero noble, que no dudó en brindar consuelo a la dama que desesperadamente lo procuraba en medio de su dolor.

Yo era muy niña y ese ambiente fúnebre me asustaba, así que no me le despegué ni un segundo. Él la abrazó y le dijo todo lo que uno entiende debe decir: Tranquila, Dios esta contigo, se fuerte… Pasaban los minutos y mi abuelo no soltaba a la pobre mujer, ni la susodicha dejaba de repetir su nombre.  En esas estábamos cuando un empleado que conocía a mi abuelo se le acercó y le preguntó que por qué insistía en abrazar a esa señora. A lo que contestó:

“No ve que me está llamando. Ella me conoce y me necesita en este momento”.

  • ¡No, don Toño!, dice el joven de la funeraria. Toño es el nombre de su difunto esposo, y los hijos quieren que usted deje de abrazar a su mamá. 

La cara de mi abuelo fue un poema. Recuerdo que me picaban los ojos, sintiendo las lágrimas de la risa que no podía soltar, y menos allí. 

“Ni se te ocurra contarle nada a tu abuela”.

Yo cumplí mi promesa de no repetir esta historia, hasta hoy, agradecida de tener un recuerdo de mi amado abuelo, que en vez de llorar me haga reír. 

Por todas las buenas memorias que construyen los padres y los abuelos… ¡Felicidades, papá!