Decir que todos los recuerdos del huracán María fueron malos, es una visión justa pero poco optimista. Respetando la memoria de los que ya no están, yo me esfuerzo cada septiembre, en recordar cómo los vecinos nos dimos la mano. Cómo volvimos a ver niños jugando en la calle, sin luz, lejos de los dispositivos electrónicos. Apuesto a que muchas familias volvieron a reencontrarse a través del diálogo que ha sido sustituido por el ajetreo de la cotidianidad.

En mi caso, hasta un efímero encuentro amoroso, me regaló María. Y cuando digo “encuentro”, me refiero a un beso fugaz debajo de las ramas vacías que quedaron de la hermosa Trinitaria que había en mi patio.

El día que los vientos azotaban, yo miraba por la ventana, como todo alrededor amenazaba con arrancarse de raíz. Mi “entretención” era tratar de identificar los objetos:

  • ¡Mira! ¡Allá va una cisterna!
  • ¿No es ese el techo de la cancha de baloncesto?

Un sonido seco, en el patio, me hizo buscar en la ventana de la terraza, qué se había caído o qué había llegado. Era el bumper de un carro blanco que aterrizó y se arrastró debajo de mi mesa de hierro, que sirvió de refugio temporal para esa pieza -qué por suerte no era mía-.

Al otro día en la noche, tocó a mi puerta un vecino que no conocía, de dos calles más abajo. Iba casa por casa, con una lámpara de gas en la mano, preguntando si alguien había visto un bumper blanco. Bajo la tenebrosa luz de la lámpara, las facciones del hombre Baby Boomer lucían interesantes. Lo invité al patio, donde aún permanecía la pieza. 

No sé si fue la desesperanza (o la desesperación) que nos invadió a los puertorriqueños, tras el paso de María. Pero la voz y mirada de ese extraño, me arroparon con calidez. Necesitaba salir por un rato de la realidad de carencias que afrontábamos. Él parece que se sentía igual. Hablamos un rato, nos reímos, y cuando se iba…. Me agradeció con un inesperado beso en los labios. 

Los días posteriores no supe nada de él, pero puedo decir que cuando hacía las interminables filas para comprar pan, leche o lo que apareciera; ese raro encuentro, me traía una sonrisa y la complicidad conmigo misma de tener un secreto. 

Con los meses posteriores, la llegada de la luz y el agua, fueron apaciguando la amargura post huracán. Y Justo antes de los terremotos, mi propio mundo se sacudió primero con una cruda realidad. En la farmacia, un señor de aspecto desaliñado y barriga prominente, me saluda con el entusiasmo de un perrito que ve a su dueño. 

No lo reconozco, así que se apresura a identificarse como: “El vecino de beso… ¡Digo! Del bumper”.

Resulta, que la luz eléctrica no le queda bien. En la farmacia de la comunidad, el “guapo señor” resultó ser el vecino feo de la calle 4. 

Así, el recuerdo bonito del huracán María, fue derribado por la sacudida de la realidad. La oscuridad me había regalado una perspectiva agradable. Si bien no deseo que venga otro huracán, me siento lista para aceptar lo que venga: el bumper de un carro en mi patio o el beso de un sapo que parezca príncipe.

Así somos los Baby Boomers. Nuestra apariencia frágil esconde un espíritu a prueba de huracanes y terremotos.