Como cristiana ferviente, respetuosa de la Semana Mayor, me propuse ofrecerle a Dios un sacrificio importante. Siempre que ando con la cola entre las patas; ansiosa por la espera de algo que no llega; asustada por los laboratorios que me hice al otro día de comer paticas de cerdo o simplemente con el moco caído por el recuerdo de los que ya no están, lo veo como un llamado al ayuno y a la oración. Me encierro algunas horas y clamo al cielo como perdida en el desierto -sin agua ni protector solar-.
Siempre he recibido una respuesta. Porque he sabido entender hasta los silencios de Dios. Así que, en agradecimiento decidí hacer un sacrificio de 40 días. Estuve pensando y pensando en algo que realmente tuviera significado… ¿Pan? No. El pan es vida. Especialmente blanco y sobao. ¿Postres, dulces? Demasiado riesgo de perder el sistema nervioso. ¿Televisión? Si me pierdo tantos días de novelas turcas, no voy a tener tema de conversación con mis amigas.
Hasta que di con el sacrificio idóneo: Ayuno de chismes. Algo difícil pero importante, que iba a agradar al Señor. Lo anuncio a viva voz, para que por favor no me cuenten nada de nadie hasta nuevo aviso.
Estoy ignorando con mucho esfuerzo el Whatsapp del grupo de vecinas y el tema de la que se hizo un “arreglito” en la papada.
Me mordí la lengua cuando vi que la hija de Chela llegó a la casa con un sujeto en chancletas que no era su novio.
Estoy cargando una cruz pesada, y no pienso dejarla caer por lengua suelta. En esta columna les traigo mis lamentos, pero también la victoria de una Josefina que no conocía. En estos días de silencio forzado, he podido escuchar la voz de Dios en muchas formas. Me he llenado de una paz que hace mucho no experimentada y puedo decir que me siento más cerquita de su corazón.
Espero que cada uno de mis lectores pueda experimentar el gozo que no viene de las habladurías, sino de lo alto. ¿Te atreves a tocar Su puerta de una manera diferente? Si lo haces, me escribes y cuentas todos los detalles… Pero, después de la cuaresma.