Mi mamá preparaba los mejores pasteles del mundo. No estoy exagerando. Ella los hacía de puro guineo verde y quedaban suaves, pero con textura. Envueltos en la cantidad justa de hojas (no papel encerado como usan ahora).


Sus pasteles eran el símbolo de nuestra Navidad. Cuando ella murió, mi hermana mayor heredó la receta, y por años fue la encargada de perpetuar el sabor en Nochebuena.
Muchas veces intentó enseñarme, pues el asunto tenía su “maniobra” culinaria. No todos los guineos verdes de la finca calificaban. Yo los veía a todos igualitos, pero ellas sabían cuáles daban la talla para un buen pastel.


Cuando mi hermana murió a destiempo, lamenté mucho no haber anotado la receta ni haber prestado atención al bueno ojo que exige la búsqueda del guineo perfecto.
Desde hace 5 años, en la cena de víspera de Navidad, nunca falta el comentario de los pasteles. No importa que tan bueno me quede el pernil, el arroz con gandules o la ensalada de papas. El lamento familiar termina por ponerme el moco pa’bajo.


La pasada Acción de Gracias decidí practicar y hacer pasteles con todo el amor del mundo, a ver si instituía una nueva receta. Una que complementara positivamente el recuerdo de los que hacía mami y mi hermana. Adicional, me puse a inventar con un coquito de pistacho.


Los pasteles quedaron tan duros que ni dije que los había hecho. Ahora bien, el coquito quedó tan exquisito, que fue lo primero que ofrecí. Un poquito a cada uno, antes de que empezaran las quejas por la falta de los pasteles.
Esa comida fue diferente a las demás. No hubo lamentos ni quejas. Solo risas y más risas. Pidieron música, se pusieron a bailar y algunos se quedaron dormidos antes de tiempo.


Esta Nochebuena estoy lista para volver a experimentar (con el coquito, por supuesto). No encontré la magia de los pasteles, pero sí descubrí el secreto de echar el doble de ron al coquito y ofrecerlo antes de la comida. Pura alegría. Como dice el dicho: “La que tiene los trucos no necesita magia”. ¡Salud! Y Feliz Navidad a todos los Baby Boomers, compañeros de generación. A cantar: “A comer pastel y a comer lechón…”