Recuerdo cuando mis hijos estaban pequeños, que me ocuparon toda la atención, mientras vivieron bajo mi techo.
Nada más cierto que el meme que me envió una hermana de la iglesia donde se ve un niño pidiéndole todo a su madre, ¡todo! Y cuando ve al padre, ¿qué le pide? ¡Qué le diga dónde está mamá!
Veo a mi hija agotada y ojerosa. Trae puesto el uniforme de súper mamá de mis nietos.
El otro día vino a recoger el sofrito que le preparo cada 15 días y andaba con un zapato de un diseño y otro que ni parecido. No le dije “ni esta boca es mía”; porque yo estuve en ese barco.
Cuando me llamó para desahogarse de sus cargas, estuve a punto de decirle que las cosas no se ponen más fáciles. Que si ahora no duerme por el llanto de su bebé, en unos años no dormirá pendiente a la hora que deben llegar. Preguntándote si le pasó algo. Elevando oraciones de protección al cielo.
Luego se van y viene la paz, acompañada de un silencio en los pasillos y una pesadez en el corazón. No hay vuelta atrás. Te verás, hija, extrañando limpiar fondillos y resolver los problemas con una canción o un beso.
De momento, mi hija no puede ver más allá del caos. Porque ser mamá a tiempo completo desgasta el cuerpo y acorta la visión. El presente es lo único que existe, y de paso, huele a caca y a vómitos por reflujo.
Una luz me iluminó y recordé lo que me mantuvo cuerda por tantos años… Mi santa madre decía que si “mamá y papá no están bien… los hijos no lo estarán tampoco”. Me obligué a pedir ayuda. A mi hermana Carmita, a mi comadre Lucy, a mis tías solteras. Gente de confianza que viniera algunas noches al mes, para yo salir con Luis a comer y bailar. Sentía que “cerraba operaciones maternales” y me reconectaba con Josefina, la mujer.
Se lo dije, con todo mi amor de madre y mi experiencia de abuela. Cuento largo corto, no puedo seguir escribiendo; porque en 10 minutos llegan mis nietos para que su mamá, de noche, cuál cenicienta antes de las 12, viva el sueño de toda madre: SER MUJER de vez en vez.