Por: Luisa De los Ríos

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A  los diecisiete años tomé como electiva en el colegio una clase de fotografía. Nos enseñaban sobre la apertura del lente, la velocidad de exposición y el resultado de estos en el proceso de revelado. Nos asignaban a retratar a nuestras familias, amigos y a nosotros mismos para dicho ejercicio. Parecíamos una suerte de paparazzi- detectives- francotiradores con nuestras cámaras, retratando a diestra y siniestra, y revelando en el pequeño cuartito oscuro, en un rincón de un segundo piso, casi olvidado por las monjas, y asignado al serio, calladísimo y enigmático Mr. Parsons.

Representaba algo de status andar por el plantel con la cámara colgando del cuello. Ello decía que eras grande y maduro, que eras senior, que estabas a punto de salir del molestoso cuidado de unas maestras que parecían más pendientes del ruedo de tu falda, de que comieras los vegetales del almuerzo y de tus notas, que de cosas realmente importantes como la tragedia del Challenger o la caída del muro de Berlín.

Tocó, durante mi peregrinar de fotógrafa aficionada, el cumpleaños número cuarenta de mi mamá. Así que, como parte del homenaje que le tenía reservado, que constaba de hacer fregado sin que me lo dijera y cantarle cumpleaños feliz; la esperé de su trabajo para hacerle un retrato. Quería aprovechar que, por su día de celebración, se habría hecho un maquillaje especial. Seguramente un color de labios un poco más subido o hasta un poco de colorete en las mejillas.

Y así fue, estuvo muy animada con mi propuesta y se sentó en el escenario más distinguido para una foto de esta categoría: una silla colgante de ratán. Necesitó fingir que se sujetaba para disimular, cubriendo con su mano, que una tira de la fibra se desenrollaba. Entonces, con todos mis ademanes de fotógrafa muy experimentada, di instrucciones de cómo acomodarse y a dónde mirar, y me dispuse a enfocar… Lo que vi por el lente casi me saltó las lágrimas. Era una mujer que sonreía feliz a pesar de todo lo vivido pero, por si fuera poco, ¡de cuarenta años!. Me rompió el corazón verla tan coqueta siendo una anciana.

Mi interpretación de adolescente sobre una persona que había alcanzado esa edad era semejante al irremediable crepúsculo de la vida. Me contuve, le hice la foto y le dije, sobrecogida de piedad: quedaste muy bien, mami, te ves jovencita.          

Me sentí conmovida al ver que ella no entendía lo que significaba haber llegado a esa edad. El colmo de mi secreto dolor llegó cuando me confesó que ella se sentía igualita que a los dieciocho, aunque su cuerpo no le  responde con aquella agilidad y flexibilidad de entonces. ¡Quedé destrozada! Mi madre estaba, a mi juicio de entonces, en las postrimerías de sus días y no se daba cuenta.

Hoy día le llevo varios años a mi mamá de entonces. Cuando pienso en aquella foto, puedo volver a verla por mi lente o, aún mejor, me veo a mí misma por él. Lo abro a una mayor exposición de luz, la del conocimiento de la Verdad, y he comprendido muchas cosas. Entre ellas el porqué mi mamá sonreía feliz y me aseguraba sentirse como de mi edad. Hoy sé con toda seguridad que eso se debe a que Dios puso Su eternidad en el espíritu de cada persona. Que somos criaturas Suyas de las que espera se conviertan en Sus hijos. Que el cuerpo es perecedero, pero no mi ser, mi espíritu. Que mi identidad no está definida por las líneas dibujadas en mi rostro o las canas que pueda peinar; mi identidad está definida en el concepto que Él tiene de mí.

Hemos caminado sendas pedregosas y muchos nos han visto salir de ellas con éxito, a pesar de la dificultad. Pero, más aún, hay batallas dolorosas que hemos librado en solitario de las que nadie tiene idea, algunas de ellas representan la alarma de cada día, el llamado a combate perenne; pero aún allí vamos de la mano de Aquel que las pelea por ti y por mí. Hay muchas de las que nadie sabe, pero la condecoración la recibiremos el día de la premiación final.

Tal vez ante los ojos de muchos nos veamos menos ágiles, torpes ante algunos avances modernos, quizás piensen que somos un cúmulo de padecimientos y pesares. ¡Pueden pensar lo que deseen! Tú y yo sabemos quiénes somos: somos aquellos que le dijeron sí al desafío. Unos antes y otros después, comprendimos que el éxito no se alcanza con nuestras fuerzas, sino con las del Todopoderoso.

En aquella fotografía yo pensaba que mi mamá ya estaba vieja. Hoy yo soy mucho mayor de lo que ella era ese día y estoy segura de que me falta mucho por hacer. Hoy, caminando de la mano del Señor, Lo veo cómo me sostiene, cómo cuenta conmigo, cómo sigue incluyéndome en Sus planes y no termino de sorprenderme con la juventud de mi espíritu, con la eternidad que Él ha depositado en mí.

¿Cuántos años tienes?

¡Quiero decirte que esa edad no representa ni la de un embrión en Su eternidad!

Sólo necesitas asegurarte de estar en Sus planes y aquí te doy una estrategia: Dile que reconoces Su sacrificio, que lo aceptas como tu Salvador, que escriba tu nombre en Su libro de la vida y que te llene con Su Santo Espíritu y que tome las riendas de tu vida. ¡Hoy mismo, así como estas! No me cabe duda de que, cuando le digas esas cosas habrá una renovación anímica en tu vida y el lente de tu cámara cambiará: entrará Su luz, habrá una mayor exposición de Su amor, te cubrirá el filtro de Su misericordia y tu retrato reflejará Su paz.

¡Hazlo, vale la pena!

Este es un buen tiempo para matricularnos en esta clase que sigue siendo electiva, porque nadie está obligado a tomarla, pero que te mostrará ante todos con los verdaderos privilegios de ser el senior del plantel.

Luisa De los Ríos

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