Como me casé muy joven, no había tenido la oportunidad de insertarme en el campo laboral. Habíamos acordado que mi esposo trabajara  fuera de la casa y yo dentro de ella. 

Debo decir que siempre vi a mi mamá y a mi abuela felices de cumplir su rol en el hogar: poner la mesa con amor, doblar la ropa con devoción, pulir las ventanas, lavar inodoros, hasta sacar el “pegao” de la olla era de un acto de entrega solemne. 

Asumí mi papel heredado sin cuestionar la posibilidad de romper esa “tradición generacional”, solo que siempre noté que me faltaba algo. Si bien hacía todo en la casa, no siempre la sonrisa me acompañaba. Me costaba sentir júbilo, por planchar una camisa, pelar unas viandas o sacarle brillo a las figuritas de cristal. No es que no disfrutaba cuidar mi nido, ni a sus integrantes. Es que lo mucho abruma y la necesidad de atención (de la familia y el hogar) impedían que realizara otras acciones que solo fueran para agradar a Josefina, la mujer. No a la mamá, no a la esposa, no a la ama de casa. 

El día que Marita me ofreció trabajo, ayudándola en la farmacia, sí sentí un vuelco en el corazón. Me visualicé vistiendo bonita, hablando con gente diferente todos los días, recibir un salario justo por el trabajo realizado y disponer de ese ingreso conforme a mi propio criterio. 

Cuando lo dije en casa ya los muchachos estaban grandes (pero seguían viviendo bajo mi techo). Así que todos, desde mi marido hasta mi hija más chiquita pegaron el grito. Extrañamente eso me hizo desear empezar el trabajo ahí mismo. Me rebelé.

Ejercí mi derecho de salir a las 7 de la mañana y regresar a las 6 de la tarde. El derecho al trabajo digno y a que como familia hiciéramos funcionar una nueva dinámica más igualitaria con los quehaceres de la casa.

Al principio fue un desastre – para ellos claro- y meses después todo fluyó.

Allí trabajé por 10 años y fue el tiempo en el que sentí que el respeto que sentían los míos por mí adquirían una nueva dimensión.

No digo que todas las familias sean iguales o necesiten las mismas lecciones de vida. Pero reconozco que la mía, salir a trabajar, fue una antes y después que me trajo mucho bien, más allá del dinero.

Hoy lo recuerdo, sentada mi sofá, celebrando con mi hija su nuevo trabajo. Primera mujer en 20 años en ejercer la posición para la que fue contratada. 

Y agradezco cada paso hacia la igualdad y el reconocimiento de nuestro valor.