Ayer me llama mi hija por teléfono con tremendo alboroto -por el día de San Valentín-. Que no sabe qué regalarle al marido. Todos los años es lo mismo. La pobre, nunca la pega.
En una ocasión le regaló un gatito (cuando no tenían hijos); y el animal -que era rescatado- casi le saca un ojo, dejándole la cara como la página de un crucigrama.
El siguiente año le regaló un aparato electrónico que -en sus propias palabras- explotó y casi se quema la casa.
Hasta la cena, el año pasado, en un restaurante muy famoso, le ocasionó diarrea.
En mi opinión, ellos deberían borrar ese día del calendario, a ver si se rompe la maldición de Cupido, quien en vez de tirar flechas al corazón de Roberto, le lanza piedras en los testículos, año tras año.
Le conté que cuando su papá estaba vivo, yo solía regalarle experiencias. Una vez él se estaba recuperando del zica (¿se acuerdan de eso?) y como era San Valentín, compré una ropa de enfermera (qué me quedaba pequeña y muy mal, la verdad) y entré con bandeja en mano, con la cena a la habitación.
El deseo que despertó en él, hasta le paró… ¡La enfermedad en un segundo! El pobre, -que llevaba dos semanas sin reírse- se secaba las lágrimas y decía: “Estás loca, mujer”.
Pasamos un San Valentín inolvidable, acurrucados viendo la novela.
Le dije que creo que se esfuerza demasiado en una fecha. Qué si yo fuera ella empezaría por lo simple. ¿Qué gesto nunca has tenido con él?
Una carta. Respondió.
“Nunca le he escrito una”
Hazlo, la animé. Pero, recuerda impregnarla con tu perfume y envolverla bajo tu vestido. Feliz San Valentín, desde la experiencia de los años.